Sangre en el mar



“Durante mucho tiempo tomé la pluma como espada; ahora conozco nuestra impotencia. No importa, hago, haré libros, hacen falta; aun así sirven. La cultura no salva nada, ni a nadie, no justifica. Pero es producto del ser humano: el ser humano se proyecta en ella, se reconoce; sólo le ofrece su imagen ese espejo crítico. Por lo demás es un viejo edificio en ruinas, mi impostura es también mi carácter; podemos deshacernos de una neurosis, pero no curarnos de nosotros mismos”.
Jean Paul Sartre



En el invierno de 1977 viajé junto con mi padre Carlos, un activo militante peronista, a Santa Teresita, en la costa atlántica argentina, lugar donde durante muchos veranos vacacionábamos con mis familiares. Él, junto con otros compañeros de militancia –Miguel y Héctor- viajaban periódicamente para trabajar en la construcción de casas prefabricadas de madera. Uno de los fines de semana me sumé en el viaje.
En mi casa, desde muy chicos, mi hermano Edgardo y yo, sabíamos bien quien era Evita, Juan Perón, Cámpora, Manrique, Balbín, Isabelita, Rucci, el Che. Aunque mis padres nos recomendaban que no habláramos en la escuela de Perón –durante el gobierno de facto de Videla y cía-, en casa estaba la V de la victoria pintada tras la puerta con la J y la P flanqueando ambos lados. Allí se hacían “asados peronistas” –como los describía mi madre Martha: dos kilos de asado y una damajuana de vino- y llegaban todo tipo de personas y personajes: los Cachitos, Melena con su familia, Miguel, Hugo, Dorita y Teo, los hermanos Osvaldo y Horacio con su madre Norma, el gordo Puchi, Raúl, el loco Beto, el Chiva, Rafael, la negra Cuca, muchos de los jóvenes peronistas que conformaban la Unidad Básica “Los Caudillos” de Fray Cayetano Rodríguez y Neuquén, en el barrio de Flores, y tantos compañeros y tantas compañeras de militancia que tiempo después debieron exiliarse o que fueron “chupados” por la última dictadura militar que signó para siempre los sueños de una generación; generación propulsora -equivocada o no- de un cambio de relevancia que jamás podría darse. Esos asados eran la despedida de muchos de esos y de muchas de esas militantes que tenían que irse del país porque sus vidas corrían el mayor de los riesgos.
En esas comidas, hasta entrada la madrugada, cerca de treinta o más personas se juntaban para el brindis de despedida de los que se iban del país, también servían para planificar pintadas “prohibidas” o para construir una idea que luego sería plasmada en un volante que días más tarde arrojaríamos (porque yo siempre me prendía) desde el citroën celeste de mi viejo cuando íbamos a la cancha a ver a mi querido San Lorenzo (en el viejo gasómetro) o al Argentinos Juniors del pibe Maradona. Los más chicos, alrededor de veinte, nos quedábamos en la calle jugando y campaneando los movimiento de la policía. Sí, campaneando... Eran tiempos de estado de sitio, se prohibía a la ciudadanía estar reunidos en la calle, en grupos mayores a cinco personas y resultaba más que sospechoso que de una casa entrara y saliera tanta gente. Uno de los frecuentes concurrentes del club Caballito Juniors –en frente de mi casa, donde pasábamos todo el día jugando al fútbol; allí donde había una sala secreta donde se jugaba a las cartas-, era un alto mando de la Policía Federal (que aparentemente era peronista -se lo puede ver en las imágenes históricas al lado del General Perón, cuando regresó al país en 1973, en la mañana lluviosa del aeropuerto de Ezeiza-). En la puerta del club, entre dos y tres autos Ford Falcon, todos verdes, esperaban que el jefe terminara sus whiskies y su partida de póker. Nosotros jugábamos en la calle y observábamos cuando alguno de los autos se iba -se quedaba siempre uno hasta que terminara el escolazo-. Cuando la brigada partía, en ese momento, dábamos el aviso para que empezaran a salir de casa quienes habían concurrido al asado, ya pasadas las o tres de la madrugada. En aquellos tiempos era natural permanecer en la puerta jugando hasta muy tarde, especialmente durante el verano, cuando vecinas y vecinos salían con banquetas, mate o sangría y se sentaban a charlar y tomar aire.
Ese fin de semana en Santa Teresita fue distinto a otros viajes con mi padre. En la radio se podía escuchar una canción que pasaban a toda hora; el estribillo decía “no te borrés que te necesitamos, si te quedás y confiás vas a ver que ganamos”, melodía que con una letra agiornada es canto constante de arenga en los estadios futboleros del país. En cada propaganda se escuchaba ese tema que, por supuesto, como todo lo que un chico escucha hasta el cansancio, luego lo repite y con los años forma parte de una memoria emotiva muy fuerte. Ese fin de semana era especial, porque un día después se sumarían mi mamá y mi hermano –Héctor y Miguel no irían hasta el lunes- y porque la tarde de nuestra llegada -lluviosa, ventosa y muy gris, que impidió el trabajo en los exteriores del chalet (aunque al día siguiente hubo un sol radiante que le permitió a mi mamá broncearse de lo lindo)- vivimos algo definitivamente irreal con toda la carga emotiva de una realidad que tuvimos que callar (papá y yo). De aquello que vimos, mi padre, luego, me repitió que no dijera nada; además, quien nos creería si ningún medio ni noticiero, ni siquiera zonal, levantó la noticia; si mi padre podía quedar seriamente comprometido; si al fin de cuentas yo tenía diez años y me esperaban mejores cosas a mi regreso a la ciudad de Buenos Aires para hacer y para jugar que hablar de ciertas cosas que a nadie le importaban porque nadie quería escucharlas y yo no debía contarlas. Había mucha presión, eso lo recuerdo muy claramente: “no patear la basura porque podía haber una bomba”, “salir con la cédula de identidad” -¿a los 10 años?-, “no usar barba ni pelo largo”, “no hablar de nada con nadie que no hablara de nada con uno” y por sobre todas las cosas “ser un espía de todos”. 
Esa tarde se convirtió en única y a partir de allí tuve plena conciencia –a pesar de mi temprana edad- de que alguien desaparecía gente. Era absurdo entenderlo aunque mis padres me lo habían explicado; no lo evalué de esa manera ni lo medité hasta muchos años después, cuando ya en entrada la democracia volvimos a charlar sobre lo que había sucedido esa tarde tempestuosa. Lo que sí recuerdo bien fue que papá lo comentó con mi mamá al día siguiente, con sus compañeros de viaje el lunes y en varias ocasiones en las reuniones de militancia en las que participaba y yo tenía la suerte de estar acompañándolo.

Carlitos, como todos lo llaman a mi viejo, es fanático de la pesca. Munido con sus cañas -y yo con una pequeña de fibra de vidrio para tratar de pescar un tiburón (mi sueño y mi necesidad)- nos fuimos, suspendido el trabajo en el chalet, a pescar. Abrigados para que mi madre, al día siguiente no nos retara de pescar una gripe en vez de un pez, nos aventuramos hacia el mar, caminamos alrededor de nueve cuadras, con mucho viento en contra y un tachito con lombrices. La playa estaba desierta, gris el cielo que configuraba un perfecto y único fondo con el océano, también grisáceo. Yo tiré mi caña pero estaba más atento a los que pescaban los demás y lo que recolectaba un grupo de pescadores que con una gran red se metían hasta bien adentro y sacaban todo tipo de peces, cangrejos, camarones y algas. Mi papá también entraba, unos cien metros, tiraba bien lejos su caña y esperaba la pica. Siempre sacaba: ese día fueron una corvina rubia y una corvina negra, luego preparadas para la noche y el día siguiente, al horno con papás. Yo no pesqué nada, nunca pesco nada, pero me gustaba estar a su lado, mirando lo infinito del mar. Mirándolo muchas personas encuentran profunda serenidad –esa tarde estaba muy sereno, a pesar de la lluvia y gracias al amaine del viento-. Yo buscaba tiburones. Estaba en boga el éxito del escualo del film de Spielberg y algunas personas se obsesionaban antes de entrar en el mar. Yo buscaba aletas; lo único que llegué a ver fueron unas cuantas toninas que engalonaron la tarde y que los pescadores afirmaron que precedían una intensa tormenta que se dio horas más tarde.
Cuando mi padre fue a tirar por tercera o cuarta vez yo le advertí que a lo lejos había cosas flotando y que –seguro- para mí eran tiburones; en mi fantasía eran mandíbulas persiguiendo a las toninas que habían pasado. Mi padre lo comentó con otros pescadores. Adujeron que podrían ser restos de maderas, tal vez de algún choque entre botes pero nada avizoraba que pudiera tratarse de una catástrofe. Aunque lo fue. Otras personas se fueron juntando -una vez que yo corrí y le avisé al guardavidas- a mirar a lo lejos. Se acercó y llamó por handy pidiendo soporte humano y vehicular; alcancé a escuchar que mencionaba ahogados y se metió con una cuerda y dos salvavidas. En cuestión de minutos llegaron otros dos guardavidas que se sumaron, a nado, mar adentro. Nos fuimos acercando más, ya descalzos y mojados por las olas. Pasó un helicóptero sobrevolándonos y luego sobre el lugar, en apoyo aparente a los bañeros. Se sumó un bote de goma y pudimos ver como cargaban varios objetos -que luego supimos eran cuerpos humanos- en la lancha. El helicóptero se retiró cuando llegó una camioneta negra con varias personas de civil. Los que estábamos, alrededor de quince personas, nos acercamos a la lancha que llegó antes que los guardias de rescate -que regresaron a nado- y depositaron entre seis y ocho personas semidesnudas, ya fallecidas, aún sin deterioro del cuerpo, con los rostros llenos de algas y musgos; mi padre no pudo impedirme verlos y tampoco preguntó nada. Los hombres de civil los cargaron en camillas y los arrojaron en la combi. Luego se retiraron. Nadie dijo nada. Solamente uno de los pescadores sostuvo que no era usual que llegara una camioneta civil, que siempre venían la policía o una ambulancia.

Al día siguiente nada apareció reflejado en la prensa local. Años después, las confesiones del ex represor Scilingo, integrante de los vuelos de la muerte que arrojaba en pleno vuelo detenidos y detenidas inconcientes al mar (cumple actualmente una condena a prisión perpetua en España), me confirmaron lo sucedido. Esos vuelos de la muerte de la Armada Naval sobre el océano Atlántico ya no eran verosímiles. El hallazgo de Azucena Villaflor de De Vincenti, Ester Ballestrino de Careaga, María Ponce de Bianco, Sor Léonie Duquet, Angela Auad y otras personas durante la corrección de este texto lo hacen veraz. Un error de cálculos, el flujo de las mareas, la necesidad de las almas de negarse a desaparecer, trajeron esos cuerpos a la costa de Santa Teresita. Eran desaparecidos. 


Diego Tedeschi



Este texto fue publicado en el Libro Memoria, Verdad y Justicia. A los 30 años x por treinta mil. 1976-2006. Madres de Plaza de Mayo – Línea Fundadora. Voces de la memoria. Volumen I. Ediciones BAOBAB, Colectivo Cultural Entreletras. Buenos Aires. 2006. 
• Capítulo: Sangre en el mar. Págs
. 314-316.